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Como no acabamos
bien o más bien acabamos sumando de a uno, quisimos probar
con el bambino Veira, que cobraba mil dólares diarios por sus
sabios consejos desde Los Tajibos y por hacer correr a los jugadores
bajo el mando de su preparador físico montado en una bicicleta.
Años antes, ya había fracasado en un hexagonal liguero
el experimento Merlo. Nos decidimos por lo nacional, en el entendido
de que desde Blacutt, no teníamos a un compatriota al frente
de la verde. Por ello, Aragonés y Trucco pasaron por el banquillo,
pero sin conseguir resultados relevantes, queriendo inyectar la magia
del 94 a una generación de jugadores que había crecido
en el cortoplacismo y a una generación de dirigentes que con
presentaciones en Power Point quería organizar torneos sin
campeón. Nuevamente nos decidimos por un extranjero y llamamos
a Acosta, que había encabezado el renacimiento del futbol chileno
desde el incidente del condor Rojas en Brasil. Acosta dejo el banquillo
boliviano para volver al Cobreloa, y casi nadie se acuerda de que
fue nuestro entrenador.
Vino Erwin, que
no supo manejarse adecuadamente con los medios y tampoco puso mucho
interés en informarse acerca de los rivales. Interinatos de
Soria, Giovagnoli y Villegas sucedieron a la elección de Gustavo
Domingo Quinteros, que hasta hoy, no ha ganado un solo partido, pero
que valga la aclaración, juega con un 4-2-3-1: Cuatro defensores,
dos centrales y dos laterales en proyección; dos volantes de
contención por delante, de adentro hacia afuera sin basculación
(que comienzan detrás de la línea que divide ambos
sectores del campo de juego y siempre intentan mantener una línea
entre ellos, evitando la situación de que uno salga a la marca
y el otro se quede entre los centrales); un volante creativo
por el centro, un extremo creativo por izquierda y otro extremo creativo
por derecha, a los que se suma un centrodelantero. Teóricamente,
dicha formación debería darnos superioridad numérica
cuando se defiende – aspecto clave en partidos de visitante,
cuando los extremos ocupan las bandas ayudando a los laterales, y
debería darnos tres opciones ofensivas: el desborde de los
extremos, el pase en profundidad del volante creativo y el centro
al área, a la cabeza del delantero. Esquema europeo de fuerte
coste físico que requiere mucha disciplina táctica y
la adhesión de los jugadores a un libreto determinado. Las
almas libres no tienen lugar, pero en contraposición se sabe
a qué se juega. Teóricamente. Todavía
el pasto del Siles tiene como impronta las huellas de los botines
del Diablo Etcheverry, en su carrera hacia el arco brasilero, deshaciéndose
de rivales. La malla del arco norte todavía vibra con el
gol de Alvaro Peña, los remates de Sánchez, el cabezazo
de Ramallo y las colocadas de Melgar. Todavía Armando Perez
Hoyos sigue pensando que los tiempos en el futbol duran 55 minutos
y en Recife siguen esperando que Brasil vuelva a jugar allí.
En el Soldier Field de Chicago se sigue cantando el himno nacional
y los caporales siguen saltando luego de la canción Lets
Get Loud de Jeniffer Lopez. Baggio sigue pateando el penal una y
otra vez afuera, y Dunga alza la copa del mundo. Por acá,
tampoco nada ha cambiado. Seguimos esperando a que la generación
espontánea, la alquimia, Zeus o algún científico
loco harán surgir jugadores y dirigentes un poco parecidos
a los que, en palabras del vasco, nos dieron “el derecho
a soñar”. Todo el derecho a soñar tenemos,
porque soñar nos hace dignos. Otros prefieren trabajar, o
mejor dicho entrenarse y capacitarse. Por acá, esas dos palabras
parece que están prohibidas, y es que dormimos mucho.
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